Hoy hace 75 años...

Hoy hace 75 años se inició la invasión alemana de Polonia. Dos días después, el 3 de septiembre de 1939, Gran Bretaña y Francia respondieron declarando la guerra a Alemania. Fue el comienzo del conflicto más grande y más sangriento de la historia de la humanidad, que alcanzó los cinco continentes y costó la vida a cincuenta millones de personas. No fue una guerra inesperada, más bien al contrario. La sucesión de los acontecimientos en los años anteriores parecía conducir irremediablemente a ella. Pero casi nadie la deseaba. A diferencia de lo que había ocurrido veinticinco años antes, tras las declaraciones de guerra no se produjeron manifestaciones patrióticas espontáneas en las capitales europeas. El sentimiento generalizado, en Varsovia, Berlín, París o Londres, era de miedo. El recuerdo de los horrores de la Gran Guerra estaba demasiado reciente.

Hitler tenía prisa por realizar el que él creía que era su destino histórico. Había cumplido ya cincuenta años, y sentía que el tiempo se le acababa. Su sueño, la construcción de un gran imperio germánico en el este de Europa, empezaba por Polonia. No quería la guerra con Gran Bretaña (con Francia probablemente tampoco, todavía), pero creía poder controlar la situación. Después de todo, las jugadas de Austria y Checoslovaquia le habían salido perfectas. Pero no contaba con que en Múnich había agotado la baza de la negociación jugando con el miedo a una nueva guerra. Al plantear la cuestión de Danzig tan solo unos días después de la anexión de los restos del estado checo, dejaba bien claro cuál era su auténtico objetivo, obligaba a los polacos a adoptar una postura de fuerza que les impedía ceder en lo más mínimo, y se lo ponía muy difícil a los aliados occidentales para encontrar alguna excusa que les permitiese no involucrarse.

Los aliados fracasaron en sus intentos por atraer a la coalición a la Unión Soviética, lo que podría haber frenado a Hitler. Habían dado garantías a Polonia y Rumanía ante las amenazas expansionistas alemana e italiana, pero no tenían ninguna manera de hacerlas efectivas sin la colaboración de la URSS. Sin ella, una intervención militar de las potencias occidentales en el este de Europa era imposible. Pero para ello tenían que superar la negativa radical de los regímenes polaco y rumano a cualquier tipo de entendimiento con los soviéticos, a lo que se sumaban las reticencias del propio gobierno conservador británico. Sin embargo, no supieron ver la urgencia de la situación. Aunque algunos analistas advertían de que Stalin podría cambiar de bando (llevaba años pidiendo una alianza antifascista) y firmar un acuerdo con Hitler, la mayoría de los dirigentes políticos lo consideraban impensable, e incluso muchos, como el influyente ministro de Exteriores polaco Jozef Beck, argumentaban que el anuncio de una alianza militar que incluyese a la Unión Soviética podría precipitar un ataque alemán.

El 23 de agosto el ministro de Exteriores alemán Von Ribbentrop y su homólogo Molotov firmaron en Moscú un Pacto de No Agresión entre Alemania y la URSS. Incluía un protocolo secreto por el que ambas potencias acordaban repartirse Polonia y los estados bálticos. La noticia del tratado supuso una conmoción en toda Europa, ya que solo podía significar una cosa: la guerra era inminente. En Francia, el presidente del Consejo de Ministros, Édouard Daladier, recordó públicamente la alianza defensiva que su país había firmado años antes con Polonia, y ese mismo día su embajador en Berlín entregó una nota a Von Ribbentrop en la que advertía que cualquier agresión contra Polonia significaría la guerra. La respuesta británica también fue contundente: el 25 de agosto Gran Bretaña firmó un tratado con Polonia por el que ambos países se comprometían a ayudarse mutuamente en caso de ataque de una tercera potencia. Hitler no esperaba la noticia. Había fijado la fecha del comienzo de la invasión para el 26 de agosto. El ataque fue aplazado en el último momento (algunas unidades no fueron avisadas a tiempo, y se produjeron sangrientos enfrentamientos en diversos sectores de la frontera, que serían achacados a “provocaciones polacas”).

El primer ministro británico, Neville Chamberlain, nunca quiso abandonar la política de apaciguamiento. De hecho, en el verano de 1939 aún ofrecía acuerdos comerciales a Alemania supeditados a una política exterior menos agresiva. Pero todo había cambiado tras la anexión alemana de Checoslovaquia, en marzo de aquel año. En octubre de 1938, en Múnich, los aliados occidentales se habían plegado a Hitler y habían obligado al gobierno checo a ceder a todas sus exigencias. Chamberlain regresó de la conferencia de Múnich satisfecho, con la prensa más afín presentándole como el gran estadista que había salvado a Europa de la guerra. Cinco meses más tarde caía Praga. Las protestas públicas obligaron a su gobierno a endurecer sus posiciones. Hitler le había dejado en ridículo, y no podía permitir que se repitiese. Además, la anexión de Checoslovaquia (y poco más tarde la crisis de Danzig y la ocupación italiana de Albania) tuvo como consecuencia la aprobación de medidas de rearme británicas. Se decretó el servicio militar obligatorio y aumentaron significativamente los presupuestos destinados a programas de defensa. Aquello tuvo como consecuencia un aumento de la confianza británica en sus propias fuerzas (en gran parte injustificado, como comprobarían unos meses más tarde), y supuso al mismo tiempo una inyección de confianza para los franceses, que se apresuraron a secundar la política británica. De cualquier forma, el pánico a una nueva Gran Guerra aún era más fuerte que cualquier otra consideración.

Hitler trató de romper la alianza en su contra ofreciendo a los británicos un acuerdo por el que se garantizarían las mutuas áreas de influencia (respeto al Imperio Británico a cambio de manos libres en el este de Europa) y que incluía un generoso tratado comercial. El 28 de agosto el gobierno británico rechazó la propuesta, aunque abría una puerta a la esperanza al ofrecerse a mediar para lograr una solución negociada. Hitler aceptó, solicitando que Polonia enviase a Berlín antes del final del día 30 un representante con plenos poderes. En realidad se trataba de una maniobra para ganar tiempo y cargar con la responsabilidad del conflicto al gobierno polaco. Convencido de nuevo por Ribbentrop de que los aliados se echarían atrás en el último momento, Hitler ya había fijado la nueva fecha de invasión: el 1 de septiembre de 1939. El día 30 pasó sin que los polacos enviasen a ningún representante. El gobierno británico se aferraba a aquella esperanza para evitar la guerra y presionó fuertemente al mariscal Rydz-Śmigły para que aceptase el inicio de conversaciones. El recuerdo de lo ocurrido con Checoslovaquia estaba demasiado cercano, todos sabían que la negociación con Hitler era imposible y que lo que estaba en juego no era Danzig, sino la existencia del estado polaco, pero parecía que una vez más los aliados occidentales pretendían abandonar a su suerte a todo un país por miedo a un conflicto generalizado. Finalmente, el gobierno polaco cedió en parte a las presiones británicas, y la tarde del 31 de agosto el embajador Lipsky acudió al despacho de Von Ribbentrop para ofrecerle la apertura de negociaciones. Al conocer que el diplomático polaco no contaba con plenos poderes de su gobierno, el ministro le despidió sin escucharle.

En Francia el primer ministro Daladier y el ministro de Asuntos exteriores Georges Bonnet trataron de evitar la guerra en el último momento proponiendo una cumbre urgente en la que intervendría también Italia. Los italianos tenían una alianza con Alemania (el Pacto de Acero) y todo hacía pensar que se verían arrastrados al conflicto. La reacción de Mussolini a la crisis polaca fue de indignación, al ver que su aliado Hitler le enfrentaba a los hechos consumados sin consultarle en lo más mínimo. A través de su ministro de Exteriores, el conde Ciano, trató de convencer a Von Ribbentrop de que el ataque a Polonia conduciría a una guerra generalizada en Europa para la que Italia todavía no estaba preparada. Ciano, que solo unos meses antes había sido el gran artífice del Pacto de Acero, regresó de Alemania furioso y convencido de que los nazis eran unos locos peligrosos que iban a arrastrar a toda Europa a una catástrofe sin precedentes. Mussolini acabaría resignándose, satisfecho con las garantías dadas por Hitler de que Italia podría quedar al margen (entraría en la guerra unos meses más tarde, cuando ante la inminencia de una victoria alemana quiso participar en el reparto del botín). Ciano, en cambio, siguió trabajando por su cuenta en busca de un acuerdo.

A las 4:45 de la madrugada del 1 de septiembre las tropas alemanas iniciaron la invasión de Polonia. Al día siguiente el conde Ciano convocó a los embajadores británico y francés en Roma, y en su presencia llamó a los ministros de Asuntos Exteriores de ambas potencias, Lord Halifax y Georges Bonnet, para proponerles la celebración de una cumbre en la que se discutiesen las cláusulas conflictivas del Tratado de Versalles. La reunión tendría lugar el 5 de septiembre en San Remo. En un primer momento la reacción francesa fue casi de euforia. La guerra había comenzado ya, pero muchos aún se aferraban a la esperanza de que alguna propuesta de última hora podría evitar que se viesen arrastrados a ella. Dentro del gobierno británico también había división (en el consejo de ministros posterior al ataque alemán algunos miembros defendieron que Gran Bretaña no debía hacer frente a su compromisos con Polonia), pero la respuesta de Lord Halifax fue firme: cualquier medida tendría como requisito previo la retirada alemana del territorio polaco ocupado. Los franceses, tras consultar con los británicos, dieron la misma respuesta. Antes de eso, Bonnet había tratado inútilmente de convencer a Halifax para que retirase su exigencia. Todos sabían que aquella era una condición inaceptable para Hitler. La última esperanza de evitar una nueva Gran Guerra se desvanecía.

A las nueve de la mañana del domingo 3 de septiembre el embajador británico en Berlín, Neville Henderson, entregó una nota en la Cancillería del Reich: “Si el Gobierno de Su Majestad no ha recibido garantías satisfactorias del cese de toda agresión contra Polonia y de la retirada de las tropas alemanas de dicho país a las 11 del horario británico de verano, existirá desde dicha hora el estado de guerra entre Gran Bretaña y Alemania”. Un mensaje redactado casi en los mismos términos, aunque fijando la hora límite en las cinco de la tarde del mismo día 3, fue entregada por el embajador francés Coulondre. El ultimátum aliado sorprendió a los dirigentes nazis. Según el traductor Schmidt, Goebbels se quedó sin habla. Göring, que aún trataba de alcanzar una solución negociada a través de sus contactos diplomáticos en Suecia, dijo al conocer la noticia: “Si perdemos esta guerra, que Dios tenga piedad de nosotros”. La reacción más expresiva fue la de Hitler. Le entregaron la nota británica cuando se encontraba reunido con Von Ribbentrop. Después de leerla se giró enfurecido hacia su ministro y le dijo: “¿Y ahora qué?”.

4 comentarios:

  1. Parece que más o menos nos hemos puesto de acuerdo. Un día fatídico para muchos.
    Un saludo.

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  2. EXCELENTE !!! (con mayusculas)... los momentos previos y posteriores al 1ro de septiembre narrados con una simpleza y precision unica. Saludos.

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